El eco lejano de uno mismo: La frustración que se adhiere a la piel

Sabor metálico que se instala en la boca cuando nos tragamos las palabras. Se siente como una moneda oxidada, áspera en la lengua, un recordatorio constante de lo no dicho, de la verdad silenciada.

Percibimos el peso denso de los sueños no vividos, bolitas de cristal opaco que se acumulan en el pecho, robándonos el aire dulce de la esperanza. Tienen la textura fría de la inacción, la promesa incumplida que se desvanece como humo.

Sentimos el vacío punzante de las necesidades ignoradas, un hueco helado que se expande en el estómago, gritando en silencio por la atención que negamos. Es un hambre sorda, una sed persistente que ningún vaso ajeno puede saciar.

Olemos el aroma dulzón y sofocante de la complacencia impuesta, ese incienso pesado que nos adormece la conciencia mientras colocamos a los demás en un altar inalcanzable.

Sus sombras largas nos envuelven, difuminando nuestro propio contorno hasta volvernos casi invisibles.

Escuchamos el eco lejano de nuestra propia voz, una melodía apagada que intenta emerger del fondo del pozo de las prioridades ajenas. Se siente distante, casi extraña, como si perteneciera a otra persona, a un yo que estamos dejando marchitar.

El tacto áspero de la frustración se adhiere a nuestra piel, una lija invisible que nos erosiona lentamente, recordándonos la injusticia silenciosa que perpetuamos contra nosotros mismos. La calidez de la propia aceptación se siente lejana, casi un recuerdo borroso de un tiempo en que nos permitíamos ser importantes.

Priorizar siempre a los demás se siente, al principio, como un abrazo cálido. Pero con el tiempo, su presión constante nos asfixia, nos roba el aliento vital de la auto-consideración.

El sabor dulce de la aprobación ajena se vuelve amargo al contrastar con la acidez del propio olvido.

No permitamos que el silencio propio se convierta en un sabor permanente en nuestra boca. No dejemos que nuestros sueños se sientan tan lejanos que su aroma se desvanezca por completo. Nutramos nuestras necesidades con la misma diligencia con la que atendemos las de los demás. Porque en el eco de nuestra propia voz reside la melodía única de nuestra existencia, una melodía que merece ser escuchada, fuerte y clara.